NUEVAS INCORPORACIONES A LA COLECCIÓN PERMANENTE DEL MUSEO CONVENTUAL DE LAS DESCALZAS
Por Jesús Romero Benítez
Historiador del Arte
Se cumple este año 2019 el veinte aniversario de la inauguración del Museo Conventual de las Descalzas de Antequera. Una institución que a lo largo de dos décadas ha venido cumpliendo de manera silente –con sabroso sosiego, diría fray Juan de la Cruz- un papel clave y fundamental en la imagen patrimonial anticariense, dando a conocer al público uno de los más bellos tesoros artísticos que guarda Antequera como Ciudad de Arte. Fue en la mañana del día 16 de octubre de 1999, hacia el mediodía, cuando se inauguraba oficialmente este nuevo Museo, que se hizo realidad gracias a la colaboración que se estableció entre diferentes organismos públicos (Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, Unicaja, PRODER de la Comarca de Antequera y Ayuntamiento de la ciudad) coordinados por la Delegación Municipal de Patrimonio Histórico y la propia Comunidad conventual, cuya priora era entonces la madre María Victoria de San José (1). A partir de aquel momento una importantísima colección de obras de arte de carácter religioso, que durante más de tres siglos habían coexistido con las monjas en su vivir cotidiano de tantas generaciones, pasaban a formar parte de un proyecto museológico que ya podría ser disfrutado gracias a la generosidad de la comunidad de carmelitas por todos aquellos ciudadanos que optasen por su visita. Para ello se tuvieron que rehabilitar toda una serie de antiguos espacios localizados en la planta alta del edificio y situados alrededor de la capilla mayor de la iglesia y de los corredores del viejo claustrillo, en realidad el patio columnado de una antigua casa del siglo XVI. Hubo que remodelar pavimentos y paredes, construir vitrinas de pared en sus gruesos muros, sanear puertas de madera y recrear unos ámbitos espaciales que no queríamos que perdiesen el alma de las nobles clausuras españolas de los siglos de oro. Todo ello concluyó con la instalación museográfica de las piezas que entonces seleccionamos de entre las que existían en el convento, algunas de las cuales tuvieron que ser restauradas a tal efecto. Fueron unos meses de frenética actividad en los que un amplio equipo de personas colaboraron para conseguir algo que todos anhelábamos y que, por fin, pudimos conseguir. Ya podrían ser admiradas por el gran público toda una amplia colección de importantes piezas artísticas -tantos años celosamente guardadas-, como el Busto de Dolorosa de Pedro de Mena, las esculturas del Niño Pastorcito de Francisco Salzillo y del San José y la Inmaculada del napolitano Nicola Fumo o el magnífico lienzo del italiano Luca Giordano en el que se representa a Santa Teresa escritora, realizado durante sus años de estancia en España. Y otras muchas obras del máximo interés que a lo largo de los siglos se habían custodiado entre las paredes de este convento antequerano, ajenas a la mirada del exterior.
Pero entre las funciones irrenunciables de un Museo, particularmente entre los de especialización temática como es el caso que nos ocupa, está la de ir ampliando su colección permanente como la mejor forma de enriquecer sus contenidos para una mejor comprensión de sus fines educativos y como centro cultural al servicio de los ciudadanos. El propio proyecto expositivo inicial se concibió -a partir de las piezas disponibles- como un conjunto patrimonial abierto a la incorporación de nuevas obras de arte que ayudaran a una mejor comprensión del discurso museístico propuesto, dentro de las lógicas limitaciones espaciales con las que siempre se ha contado. En este sentido las piezas artísticas que se han ido sumando a las ya existentes desde un principio, todas ellas adquiridas mediante el sistema de donación de sus legítimos propietarios, han venido a aumentar aún más el deleite emocional de quienes han venido visitando en repetidas ocasiones esta institución. Del estudio de las piezas donadas por diferentes particulares o por la Federación “Virgen del Carmen” de Carmelitas Descalzas de Andalucía, incorporadas en los últimos años al Museo Conventual, nos ocuparemos en adelante.
Autor: Juan de Medina.
Material: Óleo sobre lienzo.
Cronología: Primer tercio del siglo XVIII.
Medidas: 95×79’5 cm.
Desde la llegada de este lienzo a la colección permanente del Museo detectamos su más que evidente relación con otro de similares dimensiones, parecida composición e idéntico estilo que ya existía desde antiguo en este convento antequerano. Nos referimos al cuadro de La Sagrada Familia, obra firmada por el pintor barroco Juan Julián de Medina. Este pintor barroco, nacido en 1680 en la villa de Coin y formado como artista a partir de 1695 en la ciudad de Granada y en el taller del maestro Juan López Molinero (2), era sin ninguna duda el autor del lienzo Virgen con el Niño y Santo Domingo, que ahora pasaba a ocupar la Sala de Santa Teresa (VII) del Museo. Y lo más curioso de la relación entre estos dos cuadros es el hecho de que la figuras de la Virgen y el Niño son prácticamente idénticas en ambos casos, si bien el personaje de San José que ocupa el lado izquierdo en La Sagrada Familia es sustituido, en el lienzo recientemente incorporado, por un Santo Domingo arrodillado y recibiendo el rosario, que se sitúa a la derecha de la composición. Es más, la insinuada presencia de un plinto y la parte baja de una columna junto a un cortinaje -recurso bastante habitual en la pintura de la época-, que como referencia espacial aparece en un segundo plano, cambia de ubicación pasando del lado derecho al izquierdo según conviene al equilibrio de la composición. Esta cuestión es muy interesante porque nos viene a ilustrar, una vez más, como los artistas de entonces se servían de un mismo esquema compositivo, incluso de idénticos modelos de referencia a través de grabados, para realizar una nueva obra, cambiando a veces su temática iconográfica, y así dar satisfacción a las exigencias del cliente que encargaba el trabajo. Por todo ello a la hora de ubicar ambas obras en el Museo optamos por situarlas juntas, en una misma pared, generando así un interrogante de carácter didáctico en el espectador.
Como ampliación al conocimiento de la obra del pintor Juan Julián de Medina podemos añadir que su mayor actividad como artista la desarrolló en la ejecución de amplios programas temáticos y decorativos de pinturas al temple, como es el caso de la extensa decoración paramental de la iglesia del Monasterio de San Jerónimo de Granada, realizada entre los años 1723 y 1735. Como autor de pintura de caballete, que es el caso de las obras que comentamos, Medina demuestra ser un pintor de tono menor, pero hábil en el dibujo y aún más en el empleo de los colores; en definitiva, un artista conocedor del oficio y de sus recursos, logrando crear unas composiciones amables y de enorme sentido decorativo. Ya Gómez-Moreno en su Guía de Granada, al comentar las pinturas al temple de la iglesia de San Jerónimo, decía que “merecen particulares elogios su colorido y composición, el buen gusto de los adornos y la agradable composición del conjunto” (3).
Autor: Anónimo granadino.
Material: Óleo sobre lienzo.
Cronología: Finales del siglo XVII.
Medidas: 61×42 cm.
Aunque de autor anónimo no cabe duda que este cuadro se relaciona con la obra pictórica del también escultor granadino José Risueño, particularmente en lo que se refiere a la corporeidad escultórica y a la riqueza de colorido que presenta la figura de este Niño Jesús pasionario, quien con la mano derecha bendice al espectador y con la izquierda sostiene la cruz simbólica –a manera de premonición- de su futura crucifixión. Un tema recurrente que procede de la visión mística que tuvo la terciaria dominica Beata Osana Andreasi de Mantua (1449-1505), la cual dijo que había contemplado al Niño Jesús doliente mostrando la cruz entre sus manos.
En el lienzo que comentamos los pliegues de la túnica del Niño parecen el detallado estudio o modelo para una escultura a realizar en madera o barro, destacando además la viveza de su color jacinto morado, símbolo de la tristeza y de la muerte desde la antigüedad. En cuanto al rostro, algo apretado de dibujo, expresa un cierto rictus de dolor melancólico, echando mano de una receta algo convencional. Tres cabecitas de querubines entre celajes completan la composición en su parte alta, mientras que en la banda baja de la pintura nos sorprenden agradablemente dos preciosos ramos de flores, situados en los ángulos izquierdo y derecho y como nacidos del suelo, que denotan la mano experta de un “pintor de flores” bastante avezado en el género. Solo por esta florida presencia de rosas y lirios, de dibujado y ajustado perfil, ya merece los mayores elogios este lienzo.
Autor: Juan del Castillo (Atribución).
Material: Óleo sobre lienzo.
Cronología: Mediados del siglo XVII.
Medidas: 95×79’5 cm.
Esta bella pintura de escuela barroca sevillana, en la que se representa al santo fundador de la orden dominica, se resuelve mediante una figura de medio cuerpo que aparece mirando al espectador y como asomado a una ventana o marco de piedra de forma ovalada. Un recurso que ya utilizó Murillo hacia la mediación del siglo XVII en uno de sus autorretratos y que aquí se utiliza con unas formas más simplificadas.
Del estudio directo de esta pintura, y más concretamente de la figura de Santo Domingo, llegamos a la conclusión de que se trata de una obra de Juan del Castillo (1593-1657), por la existencia de numerosos nexos y paralelismos con otros cuadros conocidos de este pintor, en cuyo taller aprendió el oficio –según refiere Antonio Palomino- el genial Bartolomé Esteban Murillo (4).
Uno de los lienzos en los que basamos nuestra atribución se conserva en el convento sevillano de Madre de Dios, contratado por las monjas dominicas en 1626 a Juan del Castillo y destinado a una capilla situada en el claustro. Se trata de una versión, que el artista repitió en otras ocasiones, del tema de Santo Domingo en Soriano, en el que se representa un hecho milagroso según el cual la Virgen, Santa Catalina y Santa María Magdalena le entregan un lienzo con la efigie de Santo Domingo al fraile dominico Lorenzo de Grotteria en el convento de Soriano (Italia) para satisfacer sus deseos de conocer cómo había sido el aspecto físico del santo titular de la orden (5). Pues bien, el santo efigiado en el referido lienzo repite en muchos aspectos el que aparece en el lienzo que estudiamos, si bien este debe ser algo más tardío que el cuadro del convento sevillano. Rostro, tratamiento de las telas del hábito, la vara de los lirios -tres abiertos y dos cerrados- e incluso el libro cerrado de la regla que porta en su mano derecha presentan una formalización muy parecida en ambos casos. Además, está documentado que Juan del Castillo realizó en 1646, para el claustro del casi desaparecido convento de San Agustín de Sevilla, unos santos de medio cuerpo pintados al óleo y en forma de óvalos para decorar la capilla de don Juan Zerbino, que en la actualidad no se conservan. Otro detalle que no debemos obviar, en el lienzo que ahora se incorpora al Museo Conventual antequerano, es el golpe de rojo brillante que destaca en la tela que cubre el pico de una mesa donde el santo apoya y sostiene con elegancia el referido libro, ya que en la producción de Juan del Castillo se repite constantemente la utilización de este color rojo, en masas muy definidas, casi como elemento recurrente.
Autor: Anónimo sevillano.
Material: Óleo sobre lienzo.
Cronología: Mediados del siglo XVII.
Medidas: 108×82’5 cm.
Aun cuando este tema se ha venido repitiendo desde época medieval, como expresión de la devoción a la Virgen en su condición de madre terrenal de Jesús, en este lienzo que ahora estudiamos su planteamiento es más casi como de pintura de género. En este lienzo, que refleja un cierto grado de privacidad sorprendida, podemos contemplar a una sencilla mujer amamantando a su bebé en una actividad cotidiana de carácter doméstico, sin apenas alusiones a la condición divina de los personajes salvo, quizá, el óvalo que los enmarca, que concede un cierto grado de dignidad aristocrática a la escena. Esta se representa fuertemente iluminada por una luz natural que llega desde el lado izquierdo, creando un juego de luces y sombras que concede una cierta dignidad a la obra. La composición, de tipo cerrado, parte de conocidos modelos manieristas y barrocos, como es el caso de la Virgen y el Niño dormido de Zurbarán de la colección marqués Unzá de Valle (6), aunque buscando un naturalismo que la indefinición del dibujo de las telas no logra alcanzar. En cualquier caso nos encontramos ante un producto de taller, pensado para un comercio de arte devocional y doméstico, que se vendía directamente en las tiendas que a tal efecto existían en la Sevilla del siglo XVII.
- Virgen del Rosario de Santo Domingo de Antequera.
Material: Óleo sobre lienzo.
Cronología: Comienzos del siglo XVIII.
Medidas: 126×88 cm.
La temática de esta pintura responde al concepto de “verdadero retrato” de una imagen religiosa muy concreta, en este caso la escultura de la Virgen del Rosario de la iglesia de Santo Domingo de Antequera, que los grabadores y pintores del barroco español practicaron como una forma de difundir el culto y la devoción a determinados simulacros, tenidos por taumatúrgicos, que se veneraban en algunas iglesias y santuarios muy concretos. Su intención traslucía un cierto grado propagandístico, fomentado en muchos casos por las diferentes órdenes religiosas masculinas, pero al mismo tiempo recibía una gran aceptación por parte de las clases populares y nobiliarias como un medio para el culto doméstico. Los grabados calcográficos fueron los más difundidos, haciéndose en muchos casos repetidas ediciones y versiones, pero también se reprodujeron muchas de estas imágenes como pinturas al óleo -de tamaños muy variados- por encargo de las familias que poseían mayores medios económicos. En el caso de Antequera siempre ocuparon la pared del descansillo de las escaleras principales de los palacios y casas solariegas, enmarcados de pomposas yeserías, como forma de sacralización espacial. El lienzo que ahora se incorpora al Museo Conventual como donación de una familia de la ciudad de Málaga, que lo había adquirido en Antequera hace más de treinta años, pudo en origen cumplir esta función.
La Virgen del Rosario, situada en una hornacina rematada en venera y enmarcada de sendas columnas salomónicas, se representa en este lienzo jalonada a ambos lados de unos cortinajes o velos que servían en aquella época para ocultar y ‘desvelar’ al sagrado icono en determinados momentos especiales. Muestra su naturaleza escultórica (Juan Vázquez de Vega, 1587) y se recubre con un manto textil de color rojo y ribeteado de ancho encaje de hilo de plata. Como elementos argentíferos quedan registrados la media luna de perfil humano, las coronas y cetros de la Virgen y el Niño y un rosario de medallones de considerables dimensiones que portan entre ambas figuras. A la izquierda, revoloteando sobre la cabeza de la Virgen, vemos la tórtola o paloma que, según la tradición, acompañó a la imagen durante la procesión organizada el 28 de junio de 1679 por el convento dominico tras finalizar la epidemia de peste de aquel año. El lienzo es obra del pintor antequerano Andrés Gutiérrez, que se especializó, entre otros temas, en los “verdaderos retratos” de las imágenes marianas de mayor devoción en la ciudad, repitiendo en varias ocasiones a la Virgen de los Remedios, del Socorro y del Rosario representadas en el ámbito espacial de sus camarines.
Autor: Anónimo.
Material: Óleo sobre lienzo. Cronología: Siglo XVII.
Cronología: Siglo XVII.
Medidas: 163×108 cm.
Innumerables son las versiones, repartidas por toda la geografía española y de la América hispana, de esta iconografía de la Virgen de la Soledad que se veneró, desde el siglo XVI, en el convento de los frailes Mínimos de la Victoria de Madrid. Según la tradición esta imagen de vestir fue encargada en 1565 al escultor Gaspar Becerra por la reina Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, para ser venerada en la iglesia del citado convento y desde allí irradió y se extendió su devoción, creando un modelo de virgen dolorosa castellana que se consolidó a lo largo del siglo XVII (7). Se representa a la Virgen arrodillada sobre un almohadón, las manos juntas y entrelazadas a la altura del pecho y la cabeza ligeramente inclinada hacia su derecha, como expresión del dolor y la soledad por la muerte de su hijo en la cruz. Según el relato más o menos fantasioso del fraile Antonio Ares, escrito en 1640, la primitiva imagen fue vestida con las ropas de viuda de la condesa de Ureña, que era camarera de la reina, y así permaneció a través de los años (8).
El lienzo que ahora comentamos presenta, sin embargo, dos variantes respecto al modelo más difundido: la mirada de la Virgen no es baja y doliente sino que mira al espectador, aunque con cierta tristeza, y no queda claro si está genuflexa o directamente de pie, ya que la toca blanca que desciende desde la barbilla llega directamente hasta el suelo y pudiera ocultar el almohadón. El sobrio manto negro y la rica ráfaga metálica que nimba su cabeza completan el atavío que le es característico. En cuanto a la ubicación espacial de la imagen vemos que se enmarca con cierta teatralidad, entre la bambalina superior y los cortinajes laterales que aparecen recogidos para ser mostrada la Virgen a la veneración de los fieles.
Autor: Anónimo.
Material: Óleo sobre lienzo.
Cronología: Siglo XVII.
Medidas: 104×148 cm.
Se trata de una composición de ciertos aires venecianos, resuelta con bastante acierto en cuanto a dibujo, color y modelado de las formas. El anónimo pintor hace uso para su trabajo de un grabado o quizá copia otra pintura que no conocemos, consiguiendo un muy interesante ejemplo de Sagrada Familia de corte aristocrático. En su conjunto, este lienzo transmite un notable grado de elegancia en las figuras y una concepción espacial doble en la que se combinan la intimidad del hogar de Nazaret –en realidad, un palacio- y el paisaje del fondo, que se localiza a la izquierda de la composición. En este, el luminoso cielo se aleja detrás de la montaña al destacar en primer plano las ramas de un árbol, sendas columnas y la silueta de la silla en la que está sentado San José. Recursos que no por conocidos pierden su efectividad para el espectador que contempla la obra. El mejor fragmento del lienzo corresponde, sin embargo, a la figura de la Virgen, que en su elegante y sofisticada postura nos recuerda algunos de los modelos utilizados por Luca Giordano cuando copiaba las pinturas del gran Rafael Sanzio. Menos equilibrada resulta la figura de San José que, sentado en una silla típica del mobiliario de la época, se inclina amorosame
nte para acariciar al Niño Jesús que, en buena medida, es el eje o centro de toda la composición. Alusiones a la cotidianidad doméstica las encontramos en el costurero colocado sobre la mesa en la que la Virgen apoya su brazo izquierdo o en la cuna del Niño, situada en el ángulo inferior derecho, cuya almohada se apresta a recolocar un angelito. Domina todo el cuadro una paleta de tonos cálidos, como los rojos de los cortinajes, de la mesa y de la túnica de la Virgen o los ocres o tierras de la vestimenta del santo, contrastando con el azul cobalto claro del manto de María.
La reciente restauración de este lienzo, llevada a cabo en los talleres de CHAPITEL, Conservación y Restauración de nuestra ciudad, ha supuesto la recuperación de toda su gama cromática original, al eliminarse los barnices amarillentos y otras capas de suciedad muy incrustada.
- Transverberación de Santa Teresa.
Material: Bordado de sedas matizadas sobre tela de seda.
Cronología: Último cuarto del siglo XVIII.
Medidas: 35×27 cm.
Se trata de un cuadro que enmarca un bordado rectangular de sedas matizadas sobre tela de seda, que debe fecharse en el último cuarto del siglo XVIII dentro de una estética rococó. La escena representa el tema de la Transverberación de Santa Teresa y sigue en su composición un lienzo del pintor y grabador veneciano Francesco Fontebasso (1707-1769), que se conserva en el Museo Szephuveszeti de Budapest. Este artista italiano, que desarrolló casi toda su actividad en Venecia, también trabajó en Roma, Bolonia, Moscú y San Petersburgo, llegando a ser profesor de la Academia Imperial de esta última ciudad. El magnífico bordado que comentamos sigue fielmente el modelo elegido, que el autor o autora debió conocer a través de un grabado, aunque introduce la novedad de hacer desaparecer el ángel confortador del lado derecho. Idéntica fuente debió tomar el autor de un cuadro al óleo similar conservado en el convento de carmelitas descalzas de Alba de Tormes.
En la obra que nos ocupa se combinan magistralmente el bordado con hilo de seda de diferentes colores con las partes pintadas a mano, que corresponden exclusivamente a los rostros y manos de los dos personajes representados, si bien se utiliza una especie de suave ‘rigatino’ para no desentonar de las partes bordadas. Todo en esta pieza, de ejecución impecable desde el punto de vista técnico y estético, respira emoción devocional y mística acrecentada por la presencia de la figura del Espíritu Santo entre celajes de hilos blancos y dorados, fondeados perimetralmente por el azul celeste del cielo. En la franja inferior vemos una cartela de diseño rococó –añadida respecto al modelo de Fontebasso- con un texto de letras mayúsculas casi perdidas, pudiéndose leer con dificultad ‘SANTA TERESA DE JESUS’.
En su conjunto esta pieza responde a los nuevos bríos adoptados por el bordado español a la llegada de los Borbones, que en la segunda mitad del siglo XVIII combinará el rococó francés con el gusto por lo chinesco, como observamos en este caso.
Autor: Anónimo.
Material: Óleo sobre lienzo.
Cronología: Comienzos del siglo XIX.
Medidas: 82×62 cm.
Sin abandonar ciertas sugestiones de los grandes maestros del Barroco, en este lienzo se respira ya una atmósfera y un concepto claramente prerrománticos. Se trata de una virgen dolorosa que junta sus manos y entrelaza sus dedos en actitud de recogimiento al tiempo que eleva su mirada hacia el cielo. Es más, sus ropajes (toca blanca, manto azul y vestido carmín apenas mostrado en una manga) enlazan igualmente con una larga tradición de siglos. Pero la teatralidad que expresa toda la figura en sus más mínimos detalles y su bellísimo rostro, ciertamente sensual en sus grandes ojos y su boca carnosa, ya responden a una visión menos sagrada y más terrenal del tema representado. Pareciera como si se retratase a una actriz del universo romántico captada en una interpretación de arrebatada expresividad dramática. Pero, además, aquí la belleza se sobrepone claramente al dolor. Una suave luz, que recorta toda la silueta saliendo desde atrás, coadyuva a crear una cierta atmósfera de ensoñación melancólica.
En cuanto a composición, este lienzo está resuelto con aparente sencillez, concentrando toda la atención del espectador en la cabeza del personaje, que emerge entre la rotunda masa de su manto azul oscuro que solo se vuelve claro por la luminosidad envolvente que se desprende de su rostro nacarado.
Autor: Anónimo.
Material: Óleo sobre tabla.
Cronología: Siglo XVII.
Medidas: 160×101 cm.
La figura del Crucificado pintada sobre una cruz de tabla lisa a manera de trampantojo se ha repetido en incontables ocasiones en todo el arte de la cristiandad. Quizá porque en ella se aúnan una fuerte carga devocional -se recrea visualmente la imagen de un Jesús ensangrentado clavado de pies y manos- con la rotundidad simbólica de la delimitada silueta de la cruz: menos es más, cuando el mensaje es claro y directo. En el caso de España, y de las tierras de la América novohispana, se produjo una masiva producción de esta modalidad de arte devoto, concebida en tamaños pequeño y mediano, llenando las paredes de las celdas de los conventos y de los hogares de las familias menos adineradas. Su difusión alcanzó tales cotas de aceptación popular que incluso los más cotizados artistas las pintaron al óleo sobre las maderas más nobles por encargo de las capas sociales más elevadas.
La pieza que nos ocupa, sin embargo, presenta un tamaño nada habitual en el arte español, siendo más propia su presencia con estas dimensiones en las iglesias de la religión ortodoxa o en las católicas de los países centroeuropeos, máxime si observamos las cantoneras de los extremos del travesaño, realizadas con formas curvilíneas de recortada marquetería. Cristo aparece muerto y sujeto con tres clavos, sangrante la herida del costado, y con la calavera de Adán pintada a sus pies, como representación del pecado original que la muerte de Jesús en la cruz vino a redimir. Un halo luminoso rodeando la cabeza de Cristo nos viene a recordar la divinidad del personaje. Aún cuando nos encontramos ante la labor artística de un maestro menor, no por ello se obvian aspectos de naturaleza estética como la corporeidad escultórica de la figura, conseguidos a través de la luz cenital que la baña y que acentúa unas formas anatómicas de correctas proporciones y suave modelado.
- Niño Jesús Salvador del Mundo.
Autor: Anónimo andaluz.
Material: Madera tallada y policromada.
Cronología: Finales del siglo XVII.
Medidas: 37x20x16 cm.
Viene esta escultura a completar la amplia colección de ‘quitapesares’ que se exponen en las diferentes salas del Museo Conventual. En este caso responde a la iconografía de tradición medieval del “Salvator Mundi”, en la que se representa a Jesucristo –en este caso en edad infantil-, sentado en el trono celestial, con la cabeza erguida y el rostro frontalizado, al tiempo que bendice con la mano derecha y sostiene un globo terráqueo imperial con la izquierda. Todo tal vez demasiado solemne para este rollizo infante que solo pretende conmovernos con la ingenua expresión de su rostro, dibujado con la gubia de manera muy precisa, y policromado en sus carnaciones de pulimento con tonos muy claros y rosáceos en los rubores. La masa capilar, casi dibujada con la escofina sobre el cráneo, nos recuerda modelos del arte granadino y más lejanamente de Pedro de Mena.
- Cristo Crucificado.
Material: Madera tallada y policromada.
Cronología: Finales del siglo XVII.
Medidas: 58x39x18 cm.
De tamaño menor que académico, esta escultura del Crucificado refleja una clara progenie manierista en sus alargadas proporciones y una fuerte impronta expresionista en las atormentadas formas anatómicas. Piernas flexionadas, cabeza caída sobre el pecho y brazos de arqueamiento casi vertical vienen a reafirmar el anterior aserto, así como la policromía de pulimento y de tonos claros, que apenas presenta manchas de sangre. Solo el drapeado del paño de pureza denota ya un naturalismo barroco más evolucionado. La cruz de la que pende el Cristo está ribeteada de moldura dorada. Como piezas argentíferas cabe destacar la corona de espinas y las potencias rematadas en flores de lis, el INRI y el sol y la luna de fondo.
Esta escultura, que fue donada por una familia antequerana al Museo Conventual, se expone en su propia urna, una especie de vitrina de madera barnizada con copetes, trabajo de ebanistería de finales del siglo XIX.
Autor: Anónimo.
Material: Barro cocido y policromado y madera.
Cronología: Finales del siglo XVIII.
Medidas: 72x29x25 cm.
Interesante imagen de vestir de tamaño menor que académico, con devanadera de madera y cabeza y manos modeladas en barro cocido y policromado a pulimento. Se trata de una pieza, quizá realizada en Sevilla, que en origen fue concebida para el culto doméstico o incluso puede que formase parte del misterio de un Nacimiento. El tratamiento del cabello y la barba nos remite a modelos del barroco sevillano que siguieron repitiéndose hasta su agotamiento en la primera mitad del siglo XIX. El excesivo tamaño de los ojos de cristal quizás obedezca a una curiosa costumbre de las monjas carmelitas descalzas, llamada “los ojos de San José”, que lo invocan como abogado ante la pérdida de algún objeto o, sencillamente, a que el artista no contaba en su obrador con otros de un tamaño algo menor. La pequeña ráfaga de plata que nimba su cabeza es una pieza rococó de finales del siglo XVIII, combinando la decoración de rocalla y los rayos lisos de diferente longitud.
Notas
(1) ROMERO BENÍTEZ, Jesús. El Mueso Conventual de las Descalzas de Antequera. Antequera, 2008, p. 14.
(2) GÓMEZ ROMÁN, Ana María. “La pintura mural en la Granada del siglo XVIII”. Boletín de Arte, núm. 37, Departamento de Arte, Universidad de Málaga, 2016, pp. 107-108.
(3) GÓMEZ MORENO, Manuel. Guía de Granada. Imprenta de Indalecio Ventura, Granada, 1892, p. 366.
(4) MALO LARA, Lina. Juan del Castillo: pintor en la Sevilla del siglo XVII. Arte Hispalense, vol. 113, Sevilla, 2017.
(5) Idem., p. 136.
(6) NAVARRETE PRIETO, Benito. La pintura andaluza del siglo XVII y sus fuentes grabadas. Madrid, 1998, p. 95.
(7) FERNÁNDEZ MERINO, Eduardo. La Virgen de Luto. Madrid, 2012.
(8) PRIETO PRIETO, Javier. El traje de la condesa viuda de Ureña. Realidad y mito en el origen de la imagen de la Soledad de la Victoria. Madrid, 2013.