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La Priorísima

VIRGEN DE LA SOLEDAD

 

LA “PRIORÍSIMA” del Monasterio de San José de Antequera

Hª Lucía Carmen de la Trinidad, cd

 

LA SOLEDAD DE LA VIRGEN

Hoy, 2 de febrero, día en el que toda la Iglesia acoge gozosa la Luz de Cristo que María lleva entre sus brazos, quiero yo también acercarme a su regazo maternal y atisbar algo del misterio que la envuelve.

Me gustaba, desde hace mucho tiempo, contemplar una Dolorosa que estaba siempre presidiendo nuestro coro, junto a la madre priora, bajo la atenta mirada de San José y con ese puñal clavado hasta… yo no sé hasta dónde llegaría aquella hoja afilada, pero me estremecía ver que en su cara de niña sólo se reflejaba una ternura infinita… Se la llamó “la Priorísima” desde que las hermanas comprendieron, hace algunas centurias ya, que lo mejor era que Ella guiase sus pasos, que Ella custodiase el devenir de esta casa.

Madre de la Soledad, pero… ¿tan pronto? Porque siempre pensamos en la tarde oscurecida del Viernes Santo como música de fondo para llenar la soledad de la Virgen. Y, realmente, todo comenzó mucho antes… Porque el camino de fe de María fue madurando, creciendo, esculpiéndose a golpes de muchas soledades, a veces compartidas con José y otras, fueron soledades vividas dolorosamente a solas…

Cuando, niña aún, dio su Sí al plan de Dios, la vida siguió igual que antes (aparentemente) para todos, menos para Ella… Pasaban los días y en su cuerpo pequeño iba creciendo la Promesa que, ante los ojos de José, era como querer buscar explicaciones a una flor abierta en medio de un desierto. Y las flores nunca han nacido para ser explicadas, sólo para ser gozadas… ¿Cómo decirle que ese Hijo que bebía su propia sangre era hijo suyo, sí, pero que era el Mesías esperado? ¿Cómo convencer a aquel joven de que, por fin, los cielos se rasgaron, como había predicho Isaías, que Dios había bajado y los montes se derretían ante su presencia? Y Ella quedó a solas hasta que el mismo cielo se le abrió a José, y cayó el rocío divino en aquel desierto de sus dudas y resoluciones… ¡Cómo germinaron las flores en la casa de Nazareth!  Ya era una soledad a medias, una soledad compartida.

Luego, llegó Belén, la ida al Templo porque había que cumplir la Ley de Moisés. Y Simeón le anuncia que una espada le traspasará el alma. Atisbo del Misterio Pascual en este día de la Consagración y la Ofrenda.

Más tarde, la huida a Egipto. Huir, pero, ¿de quién?, ¿por qué? Solos en tierra extranjera. Y vuelta a Nazareth. Vida de silencio, vida oculta, sencilla, con sus dos grandes amores.

La partida definitiva de José le tuvo que rasgar el alma… ¡Habían soñado tanto el uno junto al otro!, ¡habían sufrido, y habían gozado tanto!

Y Jesús que, un buen día, la abraza con más ternura que nunca, porque ahora sí, ya había llegado la hora de ocuparse enteramente de las cosas del Padre…  María siguió los pasos del Hijo por los caminos de Palestina, caminó con Él hasta el final, hasta darlo todo, hasta verse al pie de la Cruz. María en el Misterio Pascual. Soledad arraigada en El Calvario, pero siempre tensa en la esperanza de que la muerte no era la palabra definitiva… Madre feliz al alborear el día de Pascua… Madre de la Iglesia nacida en Pentecostés… Madre de Jesús, Señora nuestra…

 

LA HISTORIA

           En el pórtico de la Navidad de 2013, salía a la luz un nuevo libro de nuestro queridísimo amigo Jesús Romero Benítez[1]: “Antonio del Castillo. Escultor antequerano. 1635-1704)”. A los amantes del arte y de su historia lo aconsejo. Un libro que lleva impreso en sus entrañas muchas ilusiones, mucho trabajo, mucho empeño de este enamorado de la belleza pintada, tallada, esculpida… Lo he leído con gusto, porque en él se va abriendo paso, con luz propia, un maestro que ha permanecido durante siglos en la sombra, y ahora emerge entre sus páginas tímidamente, igual que la luz del sol va creciendo poco a poco, al despuntar la aurora[2].

 

EL AUTOR

 El día 8 de octubre de 1623, en la parroquia de San Sebastián de Antequera, se prometían amor para siempre Juan Bautista del Castillo (el más afamado escultor de la ciudad en aquella época) y María Carrillo. Como testigo excepcional de la boda asistió el pintor Antonio Mohedano de la Gutierra, por su gran amistad con el novio. De este matrimonio nacieron tres hijos: Francisco, Ana  y nuestro artista, Antonio José del Castillo Carrillo.

A los doce años de casados, volvió Dª Ana a abrir sus brazos de madre para acoger al benjamín de la familia. Lo bautizaron el día 1 de febrero de 1635, en la parroquia de San Pedro Apóstol. En la misma parroquia y en una ceremonia celebrada los días 29 y 30 de septiembre, recibía el pequeño Antonio el sacramento de la confirmación, de manos del obispo malacitano, el franciscano fray Antonio Enríquez.

Crecía en el seno de una familia profundamente católica. Su padre, familiar del Santo Oficio y, por su dedicación al arte, estudioso e incansable indagador –con los medios de su época, como eran estampas y grabados-, de aquellos misterios de la vida de Cristo y de los santos, que luego arrancaría a la madera. Su madre, Dª María que, al enviudar en 1657, entra en el Monasterio de La Encarnación, de monjas carmelitas, junto con su hija Ana, que es recibida como novicia, contando  Antonio 22 años de edad. Su hermano Francisco, pintor, abrazó la vida sacerdotal. Y el mismo Antonio fue clérigo de Órdenes Menores adscrito a la parroquia de San Pedro Apóstol.

Su vida no fue fácil, ni para él ni para casi nadie de cuantos acertaron a nacer en aquel siglo. Asistimos al último periodo de los Austria, Felipe IV y Carlos III. Era una sociedad dolorosamente endeudada porque sus reyes, celosos en la defensa del catolicismo de Trento frente a las amenazas de los seguidores de Lutero, sostenían compromisos bélicos sencillamente “insostenibles”, que agravaban la pobreza de los más pobres (eso es lo que siempre suele pasar). Años más tarde, entre 1701 y 1715, con La Guerra de Sucesión que consolidó la dinastía de los Borbones en España, algo mejoró la vida de sus ciudadanos. Pero Antonio del Castillo, para esas fechas, ya había muerto.

Aparte de la situación económica emergente de los avatares políticos, fue un siglo azotado por fuertes calamidades naturales.

En el corazón del siglo XVII, año 1649, vino el azote de la peste bubónica, procedente del Norte de África. En el año 1652 “la necesidad que hay en esta ciudad es tan grande que falta el pan y los pobres perecen”. En 1659 surge un nuevo brote de la epidemia. En 1661 el ganado casi pereció y las cosechas se perdieron por las fuertes lluvias. En 1664 sobreviene la sequía, “por la esterilidad del tiempo y falta de agua se a encaresido el pan y no se halla para los pobres”. En la epidemia de 1679 unas 10.000 personas perdieron la vida en Antequera, “abriéndose 33 fosas comunes o “carneros” para poder enterrar la ingente cantidad de cadáveres”[3]. Continuamente se solicitaba a los conventos rogativas por la curación y desaparición de la enfermedad. Se rezaba el Rosario a la Señora y se procesionaba su imagen. El 20 de junio, la Virgen del Rosario fue sacada en procesión, y desde el día siguiente “los médicos no recetaban otra cosa que el aceite de las lámparas de la Virgen… llegaron gente de toda Andalucía a untarse aceite tan milagroso”[4]. También se construyó una ermita “para aplacar las yras con que Dios nuestro Señor nos amenaza”.

En 1680 se produjo un gran terremoto, y sobrevinieron plagas de langosta en 1685 y 1688, así que “se nubló el sol”,  y cuando los pobres miraban hacia el cielo, ya ni siquiera podían ver las estrellas…

Antonio del Castillo, adolescente al comienzo de este periodo, con sólo 14 años de edad, se movía en un ambiente marcado por una fuerte religiosidad, pues la muerte les acechaba a cada instante y en cada esquina de la vida. Un profundo sentimiento de trascendencia impregnaba el vivir cotidiano de la Antequera del Seiscientos.

Vivía nuestro protagonista en la collación de San Pedro, la más poblada en aquel tiempo y, por consiguiente, de las más afectadas por el elevado número de pobres. Ya que las clases más elevadas se refugiaban a las afueras de la ciudad, en sus casas de campo, y se resguardaban de tanta calamidad.

El taller de su padre, Juan Bautista del Castillo, era un pequeño-gran museo-santuario, donde el niño o el ya joven Antonio podía acariciar con sus propias manos la cara de algún crucificado, con su grito doloroso hacia el cielo, o sostener entre sus dedos temblorosos las preciosas lágrimas de la Virgen, que brillarían entre ellos como gotas de una lluvia divina. Y siempre encontrándose con la mirada profunda de aquellos seres que iban tomando forma entre las manos de su padre… ¿Por qué tanto dolor? Se preguntaría más de una vez, escuchando al mismo tiempo el clamor de los pobres que morían, irremediablemente, en las calles de su ciudad lacerada…

Y probó una mañana, bajo la atenta mirada de Juan Bautista, a sostener la gubia, a acertar en el golpe seco, a arrancarle a la madera toda esa belleza que guardaba dentro esperando la mano del artista… Sí, el padre, el gran maestro de final y entrada de dos siglos tan dispares, contempló emocionado la primera obra, la primera ilusión tallada del hijo… y, sin ruido, como quien ya ha cumplido la misión confiada, salió definitivamente de aquel taller a la edad de 76 años, en 1657. Como ya vimos anteriormente, cuando Antonio contaba 22 años de edad.

La labor, abundante por cierto, de Antonio del Castillo, se desarrolla ya avanzado el siglo XVII y a lo largo de los primeros cuatro años del siguiente. “Gozó durante toda su vida del respeto y admiración de sus paisanos, apareciendo en todos los documentos como Don Antonio del Castillo”[5]. Muere el maestro el 21 de junio de 1704, a los 69 años, y es enterrado en la misma parroquia donde recibió los sacramentos del bautismo y la confirmación, en San Pedro Apóstol y, por deseo del mismo -expresado en el testamento que otorgó sólo diez días antes de su muerte-, a los pies del Cristo de las Penas, tallado por su padre, ante el cual, siendo niño, tantas veces se detendría emocionado ante tanta belleza y tanto dolor. Y un detalle curioso: en su taller, al morir, encontraron, entre otras cosas, “una santa Teresa pequeña”.

En el estilo de Antonio del Castillo encontramos dos fuertes influencias: Pedro de Mena y José de Mora. Aunque el maestro antequerano fue alejándose paulatinamente de todas las fuentes a las que, en un determinado momento se acercó a saciar su sed de artista, para desarrollar su estilo personal. En su retina aún brillaba la excelente obra de su padre, de la que el hijo heredó la expresión dolorida de sus cristos, pero revestida de una irrefrenable ternura que le brotaba desde lo más hondo de su ser. Por sus manos pasaban, como era costumbre de la época, grabados y estampas, para estar al corriente de lo que corría más allá de las propias fronteras. Antonio se decantó por transmitir a su obra una intensa vena de naturalidad.

El ambiente en el que él se había criado, como ya hemos visto más arriba, influyó poderosamente para que el maestro grabase en la madera esa melancolía que nacía de tanto rozar la muerte por la calle, de tanto dolor escuchado de sol a sol… A su taller llegaban demandas de la gente que tenía dinero, -porque está claro que los pobres siempre han sido excluidos de todo- para encargar imágenes que “moviesen a devoción”, que luego eran veneradas en las casas nobles y adineradas. Así nacieron muchos de sus cristos, de sus dolorosas de medio cuerpo pensadas para ser ricamente vestidas. También sus preciosos niñosjesús, sus innumerables ángeles o los santos que se le atribuyen justamente.

LA IMAGEN DE “LA PRIORÍSIMA”

Así llegamos al inicio de la década de los noventa. El llamado Cardenal Salazar, fray Pedro de Salazar y Toledo, obispo de Córdoba, volvía desde Roma hasta la ciudad de los califas, y para este acontecimiento se encargo al taller de Antonio del Castillo una dolorosa de medio cuerpo, de vestir, para entregarla al Cardenal a su llegada.

Y de sus manos salió una talla preciosa: pocos los recursos utilizados, suavidad en sus formas, naturalidad, sin por ello dejarla exenta del dramatismo que demandaba el pueblo. Mejillas y labios de rojo carmín que denotan rubor de niña dolorida, perfección acabada en sus cejas, ojos bajos porque todo se va guardando en el corazón… Un hoyuelo en la barbilla, característico de nuestro escultor que aparecerá en el resto de sus dolorosas. Cuatro lágrimas de vidrio, como aquellas que siendo niño le gustaba resbalar entre sus dedos… Manos juntas con los dedos fuertemente entrelazados, y hacia la izquierda ligeramente inclinada su cabeza. Y en su urna de cristal, y sobre peana de madera tallada por el maestr o.

Obra acabada del artista, documentada, y que hasta el día de hoy no ha sufrido restauración alguna. Se esmeró Antonio en tallar esta Virgen, porque iba a ser enviada a un personaje tan especial. Envío que nunca se efectuó. Pero la imagen de la Virgen, aunque no se entregó al Cardenal, sí se le entregó –por decisión del propio escultor- a la señora antequerana Dª Juana de Trujillo, “tía que fue del dicho Cardenal, para que la tuviese consigo por su devoción durante los días de su vida y, que en fin de ellos, la imagen fuese propia en propiedad del dicho Convento de las Descalzas, a quien se le entregase luego que falleciese”[6].

Falleció la señora Dª Juana y las monjas se quedaron sin la tan deseada imagen, pues su hermana, Dª Francisca de Trujillo, se la llevó a su casa. Esta dama moría en 1698, y la imagen que no llega al convento como era la voluntad de su autor. Aparece ahora en escena Don Diego Félix, esposo de Dª Francisca, que no estaba por la labor de entregarla a las hermanas… El Corregidor, Don José de Villanueva, recibe las instancias que elevaron las descalzas reclamando su Virgen. Fray Antonio de San José, “religioso carmelita descalzo y conventual en su Convento de Carmelitas Descalzos de esta ciudad y administrador del Convento y Religiosas Carmelitas Descalzas de ella”[7], se encargó de idas y venidas, de papeles y todo lo que hiciera falta. A 2 de febrero de 1700, el Corregidor dictó un Auto para que Don Alonso de Lara, Alguacil Mayor, entregase al convento la imagen “con su caja, vidriera y velo encarnado”[8].

Cumplida la voluntad del maestro, por fin las Descalzas instalaron a su Virgen Dolorosa en el coro, recibiendo el cálido y tan teresiano nombre de “La Priorísima”. En todos los documentos aparece como Virgen de la Soledad o de Las Lágrimas, pero ya sabemos que en el Carmelo sigue viva la Madre Teresa  de Jesús, con sus costumbres bien arraigadas entre sus hijas. Y la Virgen fue su Priora, y ahora lo es de este Carmelo antequerano. ¡Cómo no evocar su vuelta al monasterio de La Encarnación de Ávila como priora, cuando colocó la imagen de la Virgen en la silla prioral, para que fuese Ella quien rigiese el devenir del Monasterio! Y al contemplar gozosa cómo su sueño se iba haciendo realidad y veía aquella comunidad avanzar por el camino de la perfección, pudo escribir a la señora Dª María de Mendoza: “Mi Priora hace estas maravillas”[9].

¿Por qué se empeñó Antonio del Castillo en que su Dolorosa viniese a esta casa? Me pregunto sencillamente porqué no la llevó donde estaban o habían estado su madre (si aún vivía) y su hermana Ana, sólo una calle más arriba de las Descalzas. Fuerte fue el contacto del maestro con el Carmelo de Santa Teresa. Muchas de sus obras fueron destinadas a él: los carmelitas descalzos de Antequera, de Málaga, de Benamejí, de Aguilar de la Frontera entre otros, fueron grandes clientes de su taller… ¿Adónde iría aquella pequeña Santa Teresa que nunca llegó a acabar?

Y nuestra Priorísima sigue ahí, tierna y bella en medio de su profundo dolor: porque aún hoy contempla el sufrimiento de tantos hijos, aún hoy permanece erguida al pie de tantas cruces… del pobre marginado, del anciano olvidado, del creyente perseguido, de la mujer explotada, del niño que nunca verá la luz asesinado antes de mucho tiempo… (aquí puede incluir cada uno su propia cruz). Y sólo nos queda mirarla, y decirle: Madre, vente conmigo porque yo sólo no puedo…

La Virgen de La Soledad o de Las Lágrimas, La Priorísima, se expone hoy en día  en la Sala de Santa Teresa de nuestro Museo Conventual.

Y ya sólo, como empecé, un gracias grande a nuestro querido Jesús Romero por todo este tiempo dedicado de lleno a la investigación, a sacar del fondo del olvido a este maestro que brilla con luz propia. Y que me perdone, que, como hace ya algunos siglos dijera mi Santa Madre Teresa al Padre García de Toledo, hoy le digo yo a él… “He estado muy atrevida”.

 

Notas

 [1] Jesús Romero, historiador y artista. Amante, como pocos, de nuestra Antequera, empeñado en conservar y aumentar cada rincón de su belleza innata.  Alcalde. Director General de Bienes Culturales, mimando al mismo tiempo tanta hermosura  esparcida por toda Andalucía. Promotor entusiasmado de nuestro Museo Conventual. Asesor en todos los momentos, porque la disponibilidad es su sello inconfundible.

[2] JESÚS ROMERO BENÍTEZ, Antonio del Castillo. Escultor antequerano. 1635-1704. Antequera, 2013.

[3] JESÚS ROMERO BENÍTEZ, Antonio del Castillo… pp. 23 y 24.

[4] BARRERO BAQUERIZO, F., Antigüedades de la siempre nobilísima y leal ciudad de Antequera. Ms. de mediados del siglo XVIII.

[5] JESÚS ROMERO BENÍTEZ, Antonio del Castillo… p. 33.

[6] Archivo Histórico del Monasterio de San José de MM. Carmelitas Descalzas de Antequera. Caja Archivadora 2. Ms.19.

[7] Ibid.

[8] Ibidem.

[9] Carta a Dª María de Mendoza, Ávila, 7 de marzo de 1572.

BIBLIOGRAFÍA

_  ÁLVAREZ DE LA CRUZ, TOMÁS.  Santa Teresa, Cartas. Burgos, 1983.

_ BARRERO BARQUERIZO, F. Antigüedades de la siempre nobilísima y leal ciudad de Antequera. Ms. de mediados del siglo XVIII.

_ CARMELITAS DESCALZAS. Archivo Histórico del Monasterio de San José.

_ PAREJO BARRANCO, ANTONIO. Historia de Antequera. Antequera, 1987.

_ ROMERO BENÍTEZ, JESÚS.  Antonio del Castillo. Escultor antequerano, 1635-1704.  Antequera, 2013.